¿La dominación masculina en entredicho? 1
Androcentrismo y “crisis de masculinidad” en la producción científica reciente
Por: François Graña
Androcentrismo y “crisis de masculinidad” en la producción científica reciente
Por: François Graña
La problematización de las relaciones de género evoca prácticas sociales en las que los hablantes se perciben a sí mismos irremediablemente involucrados. Es que las relaciones de género -a diferencia de otras relaciones sociales- parecieran inscribirse en la propia anatomía de nuestros cuerpos. Se asemejan así a las identidades étnicas: su extraordinaria fuerza persuasiva reside en la colonización sociocultural de atributos físicos. Solapadas tras diferencias fenotípicas, las determinaciones sociales de estas relaciones se vuelven virtualmente “invisibles”. La evidencia abrumadora que transmiten los sentidos, se torna indiscutible por antonomasia: es mujer, por tanto débil. El carácter “intimista” y perturbador de la tematización del género, la banalización camuflada en la ironía o el chiste, o -más flagrante- su confinamiento a “cuestiones de mujeres”, parecerían denunciar una mirada que incomoda porque se dirige a plexos no problematizados del mundo de la vida. O simplemente, porque jaquea la dominación masculina.
“... masculinities are socially constructed, not the property of some timeless essence, either mythical or biological”
M. S. Kimmel (1998)
Masculinidad y ciencia social
En estos últimos años, la cuestión de la masculinidad ha venido suscitando un interés creciente en ciencias sociales. Múltiples investigaciones convergen e interactúan con los estudios de género que cuentan ya con una importante legitimación en el debate académico y social; hasta hace poco tiempo, estos estudios tenían por centro la cuestión femenina y eran protagonizados fundamentalmente por mujeres. Así, junto a los “estudios de mujeres” en que éstas eran -predominantemente- objeto y sujeto de investigación, vienen haciéndose un lugar creciente los actuales “estudios de género” con cierta contribución masculina que aporta nuevos tipos de preocupación (Ondina Fachel Leal 1998, Sonia Montecino 1996).
Las lecturas que hemos podido hacer son todavía fragmentarias, y seguramente sesgadas por el arbitrio de los materiales a los que accedimos efectivamente. Habida cuenta de este recaudo, tres acercamientos nos han parecido los más desafiantes.
En primer lugar, una extensa compilación de Carol C. Gould (1997) que reúne 48 textos diversos. En casi todos estos trabajos, la atención se dirige a la distinción entre sexo y género, enfatizando –desde los más diversos acercamientos- la implicancia fuerte de la “desbiologización” de la condición de género. El anclaje biológico en proceso de revisión reservaba los asuntos de género al saber médico, a las “ciencias de la naturaleza”. La reificación de los efectos de la interacción social en “esencias naturales” encontraba por tanto libre curso, la perspectiva desplegada suponía la premisa no problematizada de la “desocialización” de las relaciones entre hombres y mujeres: éstas se regían por preceptos divinos, relevados más tarde por leyes de la vida tan inmanentes como sus predecesores religiosos. Liberadas de aquellos encorsetamientos, las cuestiones de género pueden ahora dirigirse a procesos de socialización y determinaciones socioculturales que la investigación crítica deberá identificar. Para numerosos autores que aquí exponen, esta labor supone la deconstrucción de la noción iluminista de un “universal humano” que ha venido identificando humano con varón y humanidad con hombres, desde hace casi tres siglos.2
En segundo lugar, el trabajo editado por Teresa Valdés y José Olavarría (1997) brinda un abanico actualizado de investigaciones latinoamericanas sobre identidad(es) masculina(s), enfatizando trabajos sociológicos y antropológicos que aportan materiales teóricos y empíricos a la reflexión sobre la masculinidad en tanto construcción social, por tanto histórica y contingente.
En tercer lugar, recogeremos brevemente los tramos centrales de la discusión recientemente desplegada por dos autores prominentes de nuestra disciplina: Anthony Giddens y Pierre Bourdieu.
Para Anthony Giddens (1995), las últimas décadas de este siglo escenifican y testimonian la emergencia de una nueva “sexualidad plástica”, es decir, liberada de su ligazón ancestral con las funciones reproductivas. La posibilidad misma de tal desconexión (i) constituye un hecho novedoso y destinado a conmover en profundidad la condición histórica “falocéntrica” de nuestra civilización; (ii) echa raíces en el creciente igualitarismo socioeconómico de las últimas décadas, y (iii) anuncia la -eventual- emergencia de una “pura relación” democratizante entre los sexos. Tal, en pocas palabras, el desafío levantado por el sociólogo británico (discutiremos más adelante otras ideas del autor).
Publicado en noviembre de 1998, el volumen de Pierre Bourdieu sobre la dominación masculina procura desentrañar los procesos responsables de la transformación de historia en naturaleza que han hecho de la diferencia –contingente, cultural y arbitraria- entre masculino y femenino, una “nécessité socio-logique” naturalizada. Para el sociólogo francés, la visión androcéntrica –laboriosamente construida desde los albores de la “civilización mediterránea”- ha erigido en esencia natural lo que no es más que un proceso de construcción histórica. Bourdieu asienta ampliamente su reflexión en el análisis etnográfico de la cultura androcéntrica de los campesinos montañeses berebere de Kabylia. ¿Por qué esta elección? El autor sostiene que el patrimonio cultural de estos norafricanos (i) se ha mantenido notablemente incambiado al filo de los siglos, y (ii) representa una forma paradigmática de visión androcéntrica cuyas trazas pueden rastrearse en las estructuras sociales y cognitivas de todas las sociedades mediterráneas. En tanto las diferencias anatómicas entre los sexos se erigen en “fundamento y garantía de apariencia natural de la visión social que la funda” (op.cit. p.16),3 la “fuerza natural” de la dominación masculina reside en este principio de causalidad circular fijado por vía de su reproducción milenaria. El juego de diferencias y antagonismos entre masculino y femenino se inserta en un sistema de oposiciones que informan las estructuras cognitivas de la “cultura mediterránea”. De esta manera, la relación masculino-femenino en tanto dominante-dominado remite “naturalmente” a un juego de polaridades homólogas en que aquélla se aprehende como universalmente justificada: activo-pasivo, claro-oscuro, afuera(público)-adentro(privado), encima-abajo, derecha-izquierda, seco-húmedo, duro-suave, etc.
Comprendida en/por este juego de polaridades, la relación entre sexos aparece como una relación de dominación construida por el principio de división fundamental entre masculino (activo, claro, público, etc.) y femenino (pasivo, oscuro, privado, etc.). Este principio “…crea, organiza, expresa y dirige el deseo masculino como deseo de posesión, como dominación erotizada, y el deseo femenino como deseo de la dominación masculina, como subordinación erotizada y, más aún, como reconocimiento erotizado de la dominación” (op.cit. p.27). El movimiento circular que va desde la fisiología de los sexos hacia estructuras cognitivas universalistas que los incluyen, se cierra con el retorno de estas estructuras sobre la anatomía sexual: la “masculinización” del cuerpo masculino y la “feminización” del cuerpo femenino se constituyen en procesos históricos de largo aliento que determinan “…una somatización de la relación de dominación, así naturalizada” (op.cit. p.62).
Algunas de estas ideas serán tematizadas a lo largo de esta exposición. A continuación, revisaremos brevemente la concepción freudiana de la sexualidad humana, sin duda muy presente –en el acuerdo o el disentimiento- en la discusión contemporánea. Recorremos después las implicancias más resaltantes de la masculinidad vista como construcción sociocultural. Le seguirá un rápido recapitulativo de las principales líneas argumentales que cuestionan la dominación ancestral del varón. Daremos cuenta luego de algunos datos ilustrativos de las transformaciones estructurales que han disminuido las desigualdades socioeconómicas seculares entre hombres y mujeres, para terminar con alguna reflexión.
Freud: de la biología a la sociedad
Debemos a Sigmund Freud el primer acercamiento científico hacia una sexualidad específicamente humana. Como es sabido, sus primeros trabajos estaban firmemente timoneados por la búsqueda del sustrato material de los productos de la psique humana; su proyecto intelectual tenía por horizonte la identificación de conexiones causales entre los mecanismos neuro-biológicos y las representaciones mentales. Las consecuencias que extrae de sus propios hallazgos lo alejan progresivamente del suelo biológico, llevándolo a la elaboración de su teoría del inconsciente. En este nuevo continente discursivo emerge la noción de una actividad psíquica específica, auto-referida y por tanto objeto de una elaboración científica autónoma respecto de las ciencias biológicas. El discurso científico del inconsciente incorpora la idea de la introyección de determinaciones psíquicas de raigambre social en el proceso de conformación de las identidades sexuales; por esa puerta entreabierta habría de colarse –al menos como virtualidad- la “desnaturalización” de los objetos a los que se dirige la pulsión sexual humana.
La teoría freudiana permite concebir por primera vez la sexualidad específicamente humana como una pulsión polivalente y polimorfa, como virtualidad maleable y no entidad fija o esencia inmanente. Esto significa que los objetos hacia los que se dirige la atracción sexual humana no están preestablecidos, no son caracteres somáticos ni hereditarios; estos objetos se constituyen como tales durante la primera infancia, en interacción con los miembros del núcleo familiar, lo que los vuelve históricos y contingentes. Son, en definitiva –aunque no sean las palabras de Freud- elaboraciones socioculturales. La dirección de este proceso constitutivo está condicionada por los vínculos familiares que componen nuestra primera socialización. En definitiva, las identidades sexuales no nacen sino que se estructuran en interacción con los tutores del pequeño humano.
Para el fundador del psicoanálisis, los primeros años de vida están signados por la omnipresencia de la madre, primer adulto al que profesamos un amor incondicional. Pronto, el niño erige en modelo la figura del padre que percibe distante y poderoso, desarrollando hacia él un ambiguo sentimiento de atracción: envidia su pene, símbolo de un poder que admira y teme a la vez. Este proceso de identificación masculina conlleva también una pérdida dolorosa: la afirmación de su autonomía supone la renuncia a identificarse con su madre. La afectividad tempranamente dirigida a la madre alienta deseos sexuales pasivos y atracción erótica hacia otros hombres; estos deseos serán severamente reprimidos en el proceso de construcción de la masculinidad. Tal represión –dictada por compulsiones sociales que vehicula la educación- no logra eliminar definitivamente aquella orientación erótica, que “sobrevive” en las profundidades del inconsciente y ejerce desde allí –o puede hacerlo- cierto influjo sobre el yo.
El aparato genital humano es masculino: sobre este punto, Freud no deja sombra de duda; el sexo se define por la posesión del falo en el hombre, y sobre su carencia se erige la sexualidad femenina. La femineidad se constituye también en relación al falo, sólo que negativamente; el dolor psicológico constitutivo de la sexualidad femenina reside en el “complejo de castración y envidia por la posesión del pene” (Freud 1986:415). Si, por una parte, el médico vienés escandalizaba a sus pacatos contemporáneos revolucionando las ideas existentes hasta el momento acerca de la sexualidad, brindaba al tiempo un fuerte asidero racional a una concepción nítidamente falocéntrica erigida sobre la noción de un único aparato genital masculino que se posee o se carece. Esta ambivalencia del pensamiento freudiano se encuentra en la base de una controversia con fuertes ecos en la actual literatura psicoanalítica.
¿Es posible desprenderse del patriarcalismo presente en la teoría freudiana de la sexualidad y retener sus hallazgos indiscutibles, o bien se trata de un corpus conceptual solidario a tomar o dejar? Es sin duda una discusión abierta; en el marco acotado de esta exposición no interesa ahondar en el asunto. Sin pretensiones de saldo tácito, nos parece que las potencialidades críticas de un enfoque “socializado” de la constitución de los géneros puede encontrar asidero en Freud. Es lo que se desprende –entre otras lecturas- de un importante texto de Nancy Chodorow. Puede leerse allí:
“My investigation suggests that our own sense of differentiation, or separateness from others, as well as our psychological and cultural experience and interpretation of gender of sexual difference, are created through psychological, social and cultural processes, and through relational experiences. We can only understand gender difference, and human distinctness and separation, relationally and situationally”. (Chodorow 1997:38)4
Examinaremos ahora brevemente la discusión acerca del carácter social de la identidad del varón contemporáneo.
Los hombres no nacen, se hacen...
En las líneas que siguen, comentaremos brevemente las implicaciones de la condición masculina en tanto constructo social, siguiendo la revisión bibliográfica en la que reposa la presente exposición. El recorrido está muy lejos de ser exhaustivo. Se trata apenas de un fresco impresionista todavía parcial, una multiplicidad de rápidas miradas dirigidas a los problemas de la construcción social de la masculinidad en nuestras sociedades contemporáneas.
El varón inventado
El sociólogo español Josep Marqués (1997) propone desenmascarar la supuesta coincidencia entre la condición actual de varón y la “normalidad o plenitud del sujeto humano” a la que no habrían llegado las mujeres en virtud de la represión y discriminación seculares. Marqués señala cómo, desde muy temprano en su socialización, el varón aprende a minimizar las diferencias respecto de sus pares y a aumentar las que lo(s) separa(n) de “las mujeres”. El carácter social de la construcción de su masculinidad se camufla tras la reificación de la importancia social del mero hecho de nacer varón. Tal importancia y superioridad es aprendida desde la primera infancia, en la percepción de la relevancia de su padre en el hogar, en el orgullo materno por haber traído al mundo un varón, en definitiva en la captación de los roles más protagónicos, interesantes y poderosos ejercidos por sus congéneres. Por otra parte, la multiplicidad de modelos y cualidades –a menudo contradictorias- en que se desdobla la condición masculina, posibilita su adopción sin por ello realizar esfuerzos extraordinarios: así, no todos los hombres somos Stallone o Schwarzenegger, lo que no invalida el carácter “oficialmente masculino” de la rudeza y la fuerza. La multiplicidad de roles y modelos constitutivos de la condición de varón permite combinar la convicción de ser ya importante por haber nacido hombre, con la obligación de destacar en algún ámbito para demostrarlo; ambos mensajes (uno tranquilizador, el otro inquietante) coexisten en dosis variables.
Esa femineidad que contamina
Una investigación reciente de Norma Fuller (1997) parte igualmente de la crítica al supuesto de una masculinidad intrínseca. Con base en 40 entrevistas a varones peruanos de la élite intelectual expuesta a discursos cuestionadores de los privilegios femeninos, la antropóloga delinea una representación de la masculinidad fundada en la adquisición temprana de atributos de fuerza física, control de las emociones, sexualidad activa y repudio a toda “femineidad contaminante”. La reproducción del sistema de género heterosexual y patriarcal se funda –concluye Fuller- en una prescripción polar de sexos/géneros que excluye la homosexualidad, esa identidad “antinatural” puesto que no vinculada a la actividad reproductiva. La construcción social del varón tiene su momento crítico en la adolescencia y juventud dominadas por el juego de emulación-competencia entre pares y la multiplicación viril de conquistas. A medida que el joven madura con su ingreso a la universidad o al mercado laboral, la representación de la masculinidad migra hacia la responsabilidad, el trabajo y el éxito social. Las cualidades masculinas que emergen de ese proceso son –en dosis variables- “...la actividad, la competencia y el altruismo social” (op.cit. p.142). Finalmente, la conjunción plena de sexo y poder se consuma con el matrimonio y los hijos, en roles de autoridad protectora y responsable, en una sexualidad activa dentro o fuera del matrimonio. La centralidad de la autoridad en el hogar para la construcción de la masculinidad deriva de la naturaleza “peligrosa” del espacio doméstico, que es femenino por definición y que por tanto debe someterse sin sombra de duda a la autoridad masculina. La investigadora señala como dispositivo importante en la producción de identidades sexuales, la dualidad casa/calle:
“A pesar de que lo masculino se asocia a la calle, el hombre no es sólo exterior sino ambivalente. Criado entre mujeres, debe conquistar la calle al llegar a la pubertad, pero la casa es siempre suya (...) Mientras que los hombres son poseedores naturales de la calle, las mujeres sólo pueden acceder a ésta cuando están bajo su protección o bien deben someterse a las reglas de juego masculinas” (op.cit. p.147).
Tiempos difíciles para el macho latino
El antropólogo Matthew Gutmann hurga en el significado de ser hombre en una zona urbana de México. De la condición socialmente determinada de los géneros, debe desprenderse cierta variabilidad asociada a los diversos grupos sociales, y sin percibir esta especificidad nada podría decirse precisamente de las determinaciones sociales que permiten comprender las identidades de género:
“Una comprensión del cuerpo y de la sexualidad requiere un examen de factores culturales e históricos, y no simplemente una inspección de los genitales. A pesar de la importancia del género y de la sexualidad en muchos aspectos de la existencia humana hoy e históricamente, la calificación de género en la vida social nunca ha sido transparente” (Gutmann 1997:154).
En una dirección confluyente, la antropóloga Mara Viveros (1998) propone que la masculinidad, lejos de ser innata, constituye una categoría polisémica, relacional e histórica. Los resultados de su investigación en la población colombiana de Quidbó muestran al padre del joven varón que representa fuerza, firmeza y control emocional, y la madre que lo estimula a “ser hombre” desarrollando características opuestas a las femeninas de frivolidad, indiscreción y variabilidad. Pero los cambios socioeconómicos recientes golpean a la puerta de los hogares y sacuden los cánones masculinos más tradicionales. Así los nuevos patrones de inserción laboral de las mujeres, que se muestran asociados a una “crisis de la masculinidad” en América Latina, expresada en términos de cierta pérdida de autoridad derivada de la disminución del rol de los hombres en tanto proveedores económicos. Por otra parte, Viveros hace notar cierta erosión del discurso legitimante de la superioridad del hombre, más particularmente en los sectores medios urbanos. No puede hablarse aún de transformaciones sustantivas y duraderas en el comportamiento de los hombres, aunque sí se aprecia la emergencia de “nuevos modelos de ser hombre” (op.cit. p.126). Así, numerosos “hombres modernos” de la clase media quidboseña reconocen que la supremacía masculina con base en la virilidad es criticable y debe ser superada, aunque no se sientan aun preparados... Para ellos, ser hombre supone ser responsable y trabajador, pero también conquistar mujeres, ganar reconocimiento social, participar de competencias deportivas y consumir buenas cantidades de alcohol.
Soy hombre y aguanto
Para Michael Kimmel (1997), la masculinidad está conformada por un conjunto de significados cambiantes, aunque recorridos por una constante: la construcción histórico-social de la virilidad tiene lugar en oposición a las mujeres y a las minorías sexuales y raciales. Así, la masculinidad es ante todo una “huida de lo femenino” originada en la necesidad de distanciarse de la madre que representa la infancia desvalida, dependiente y castrada que el varón poderoso debe sepultar (los ecos freudianos de la aproximación son expresamente asumidos por el autor). Así, “la identidad masculina nace de la renuncia a lo femenino, no de la afirmación directa de lo masculino, lo cual deja a la identidad de género masculino tenue y frágil” (ibid. p.53). Esta renuncia y distanciamiento constitutivos de la masculinidad explican la tendencia a devaluar a todas las mujeres en su condición de encarnaciones de aquellos rasgos que se desprecian y temen. El temor al fracaso alienta una competencia implacable entre pares en el espacio social, y carga las pilas del rechazo al homosexual:
“La homofobia es el miedo a que otros hombres nos desenmascaren, nos castren, nos revelen en nosotros mismos y al mundo que no alcanzamos los estándares, que no somos verdaderos hombres” (ibid.. p.57).
Este comportamiento reactivo resulta para este autor, en definitiva, predominante en la paradoja de la renuncia que estaría en la base de identidad masculina: el miedo de verse como afeminado dominaría ampliamente las definiciones culturales de la virilidad. Así el importante papel de “policía de género” desempeñado por los pares adolescentes, siempre bien dispuestos a “desenmascarar” los comportamientos afeminados o “poco hombres”.
Como ha podido apreciarse, la identidad masculina se muestra como una construcción social problemática; al tiempo, numerosas pistas señalan que las cosas ya no son lo que eran, en punto a la legitimación social de las pautas seculares de la supremacía masculina. Es esta última dimensión que focalizaremos ahora más de cerca.
La dominación del varón en entredicho
Ya nadie discute el papel destacado de los procesos de socialización en la constitución de las identidades de género. O más bien casi nadie: el determinismo biologista inspirado en el evolucionismo decimonónico, lejos de desaparecer, viene desplegando una sólida contraofensiva por vía del enfoque sociobiologista. Desde esta aproximación neo-darwinista se procura establecer, por ejemplo, un nexo “natural” entre agresividad y masculinidad que se expresa muy cómodamente en términos de analogías etológicas:
“Aggression has an evolutionary significance for primate societies -it allows dominant males to pass on their genes to suitable female partners, thus ensuring the survival of the group. What is functional for the baboon or chimpanzee is, therefore, equally functional for human males, provided one accepts the evidence that there is indeed a real continuity between primate and human behavior...” (Brittan 1997:114)5
El sistema de género en que los hombres dominan a las mujeres en todos los ámbitos de la vida social y privada incluye la práctica sistemática de la violencia: el silbido en la calle, el acoso en el trabajo, el ataque doméstico, yendo hasta las formas extremas de violación y asesinato por parte del “dueño patriarcal de la mujer”. Se trata sin duda de las manifestaciones más visibles y extremas de la preeminencia social del varón. Pero la mirada crítica hacia la dominación de género “tal como se muestra” en la interacción social, posibilita la inserción de aquellas manifestaciones más visibles en un marco explicativo más amplio. Numerosos investigadores se han visto llevados a enfatizar el carácter histórico de la preeminencia masculina y, de allí, a la identificación de configuraciones de género predominantes en su condición de resultantes de un proceso de organización social de las relaciones entre hombres y mujeres. Así por ejemplo el sociólogo australiano R. W. Connell, para quien la masculinidad como objeto de estudio puede desplegarse en la posición en las relaciones de género, las prácticas que estas posiciones asignan a ambos sexos y los efectos de estas prácticas “en la experiencia corporal, en la personalidad y en la cultura”. Este dispositivo analítico –sostiene Connell- permite invertir la perspectiva en que el “sentido común” coloca el hecho evidente del aplastante predominio masculino en cargos de responsabilidad social. Visto como efecto y ya no punto de partida del análisis, este predominio puede ahora percibirse en sus articulaciones con cierta “organización social de la masculinidad”. El autor señala las configuraciones de género presentes como en filigrana “...en la contratación y promoción, en la división interna del trabajo y en los sistemas de control, en la formulación de políticas, en las rutinas prácticas, en las maneras de movilizar el placer y el consentimiento” (Connell 1997:36).
Las investigaciones que inscriben la preeminencia masculina en prácticas que la organizan históricamente, tienden a orientarse hacia la identificación de manifestaciones de dominación, poder y violencia del varón sobre la mujer que materializan aquella preeminencia. Algunos autores postulan, sin embargo, que la interiorización de las pautas masculinistas de comportamiento incluyen la agresividad contra sí mismo, a lo largo del proceso de autocontrol requerido por el modelo hegemónico de varón dominante. De esta manera, la masculinidad es poder pero también limitación y debilidad. El modelo de varón dominante se interioriza como tensión emocional a lo largo de la socialización del hombre, y como tal necesita ser continuamente reforzada y confirmada en múltiples expresiones. Estas expresiones varían históricamente y según el grupo social de pertenencia: el joven de clase media podrá aspirar a un poder social derivado de su actividad profesional, económica, política, intelectual; el joven obrero manifestará su poder físico en el trabajo rudo, en el torneo deportivo, en sus músculos (Kaufman 1989).
Como pudo apreciarse, la perspectiva freudiana tiende a enfatizar el sentimiento de pérdida en la elaboración de la identidad masculina. Esta ambigüedad constitutiva de la identidad del varón se muestra en las múltiples caras de la agresión contra la mujer: esta agresión evidencia que la masculinidad sólo puede existir en oposición a la femineidad, lo que al tiempo demuestra su “fragilidad, artificialidad y precariedad” (Kaufman). Siguiendo a Giddens (1995:105-123), esta fragilidad e inseguridad fundantes de la masculinidad estuvieron históricamente camufladas bajo condiciones sociales de preeminencia masculina que permanecieron largo tiempo incuestionadas. Estas condiciones sociales pueden reducirse básicamente a cuatro: el dominio de los hombres en la esfera pública, la concepción “natural” o biológica de las diferencias sexuales, la división sexual del trabajo, la distinción entre mujeres “puras” (casables) e “impuras” (blanco de la sed inextinguible de conquistas sexuales). La economista y antropóloga colombiana Mara Viveros (1998) ha señalado la escisión de las mujeres en dos grupos: el de las “diablas” con las que se pueden tomar iniciativas eróticas, y el de las “niñas de casa” , eventualmente casaderas, para las cuales el deseo sexual se percibe como “falta de respeto”; a menudo la distinción se encuentra reforzada –y justificada- por barreras sociales.
Tal “fragilización” de la agresión masculina se presta sin duda a otras lecturas. Un pronunciado énfasis en la doble condición dialéctica del varón opresor/oprimido, víctima de su propia actividad opresora, puede llevar a una confusión entre explicación y justificación, y por ese camino, a una sutil inversión de los términos del problema. Resulta significativa, en este sentido, la advertencia de Marilyn Frye:
“Women are oppressed as women. Members of certain racial and/or economic groups and classes, both the males and the females, are oppressed as member of those races and/or classes. But men are not oppressed as men... and isn’t it strange that any of us should have been confused and mystified about such a simple thing?”6 (Frye 1997:102)
Erosión socioeconómica de una primacía ancestral
Las últimas décadas del siglo han sido escenario de cambios estructurales poco menos que espectaculares en el acceso de la mujer al mercado de trabajo así como a las instituciones educativas formales. Ya nadie niega los efectos socioculturales considerables que tales cambios traen aparejados en el plano de las relaciones de género así como de su percepción. Pero, ¿cuáles son los indicadores de estos cambios socioeconómicos y culturales recientes, en nuestra América Latina así como en Uruguay? En su introducción, el volumen comparativo del ambicioso trabajo de cuantificación Mujeres latinoamericanas en cifras resume las transformaciones en la vida de las mujeres latinoamericanas en las últimas décadas: “...el aumento de la esperanza de vida, la reducción del número promedio de hijos, el mayor nivel educacional y disminución del analfabetismo, su creciente incorporación y permanencia en el mercado de trabajo, el mejoramiento de indicadores de salud y utilización de anticonceptivos modernos, el aumento de la jefatura de hogar femenina”, entre otras. Revisemos algunos datos:7
1. El número promedio de hijos por mujer, que era cercano a 6 en los ’50, se redujo a 3 en los ’90; la edad de la madre primeriza aumenta con la escolaridad; las mujeres sin escolarizar registran un promedio superior a 6 hijos, en tanto las que poseen secundaria completa tienen entre 2 y 3 hijos.
2. Se sabe que hay un importante subregistro de la participación femenina en la actividad económica, no obstante lo cual en el período 1960-90 la tasa de actividad femenina pasó de 18.1% a 27.2%, en tanto los varones disminuyeron de 77.5 a 70.3%, lo que no impide que los ingresos por la misma actividad laboral sean claramente inferiores a los masculinos, y que el trabajo doméstico continúe siendo –por regla general- privativo de la mujer.
3. El nivel educacional de las mujeres “económicamente activas” es superior al de los hombres; se registran avances significativos en el acceso femenino a la educación (sobre todo superior) aunque el sistema escolar continúe reproduciendo los roles tradicionales de género expresados sobre todo en las orientaciones profesionales; el analfabetismo femenino ha disminuido aunque sigue siendo superior al masculino (salvo en Costa Rica).
4. La tasa de divorcios ha aumentado en toda la región (salvo en Venezuela).
5. En las áreas urbanas, el porcentaje de hogares con jefatura femenina pasó de 21 a 23.
Veamos brevemente algunos indicadores para el caso concreto de Uruguay. El porcentaje de mujeres trabajadoras urbanas mayores de 12 años rondaba el 30% en 1970, y veinte años más tarde había pasado al 44% (estos números se vuelven aún más significativos si tomamos en cuenta el conocido fenómeno de subregistro estadístico femenino). A inicios de los 90, más del 40% de la población económicamente activa de las áreas urbanas es femenina; al tiempo, la alta proporción de técnicas y profesionales mujeres (18%) en relación a la masculina (7%) muestra que aquéllas han requerido educación superior para acceder a esos puestos. Por otra parte, se registra un considerable aumento femenino en las profesiones tradicionalmente masculinas: en 1990, las médicas y abogadas equiparan a sus colegas masculinos.
Las uruguayas son hoy netamente mayoritarias en las matrículas de estudios medios y secundarios, aunque el sesgo de género se mantiene en la distribución entre distintas carreras convencionalmente “masculinas” o “femeninas”. Así, a fines de los ’80 el 60% del nivel secundario y el 55% del terciario eran mujeres, en tanto que representan sólo un 27% de estudiantes de Agronomía, un 37 en Ingeniería y un 34 en Medicina, en contraste con el 94% en Enfermería, 84% en Bibliotecología y 70% en Bellas Artes. Este acceso diferencial debe asociarse sin duda con la reproducción cultural del reparto de funciones según sexo, cuyas pautas pueden rastrearse desde las fases más tempranas de la socialización (Valdés y Gomáriz 1993).
Como puede apreciarse, se trata sin duda de cambios profundos y duraderos con fuerte impacto en la convivencia social. En contrapartida, la vigencia de un “sistema de género” históricamente asimétrico consagra desigualdades entre el creciente aporte femenino al desarrollo socioeconómico y su participación en las esferas de poder, que los cambios señalados hacen aún más visibles (y ominosas).
Estos cambios han afectado considerablemente las condiciones sociales señaladas más arriba, poniendo en entredicho la histórica “complicidad femenina” que encubría la sexualidad falocéntrica de existencia secular. Numerosos autores señalan el recrudecimiento de la violencia machista –real y simbólica- como reacción del tradicional modelo de identidad masculina que lame sus heridas y muestra los dientes. En esta dirección, se ha señalado por ejemplo la masificación de una producción de pornografía predominantemente destinada a consumo masculino; la pornografía representaría un estímulo heterosexual “de emoción baja y de alta intensidad” que alienta la fantasía de restitución del poder imperial del falo en tiempos en que se encuentra jaqueado desde múltiples trincheras. Típicamente, la pornografía exhibe en espectáculo a mujeres objeto de deseo pero nunca de amor, y rinde culto a la sexualidad episódica que constituye –desde tiempos inmemoriales- una manifestación de poder masculino. En suma, la exhibición pornográfica de mujeres pasivamente sometidas al poder de un falo erigido en sola fuente de placer –desde sus expresiones más “blandas” y masivas hasta las más violentas- alentaría la fantasía restauradora de una complicidad femenina con una identidad masculina que ha entrado en crisis (Giddens op.cit. pp.110-113).
Expresa sugestivamente el escritor chileno Marco A. de la Parra: “Si durante mucho tiempo el rol masculino tradicional hizo sufrir a la mujer, el nuevo rol femenino está abriendo nuevas heridas y no ha dejado en buen pie tampoco al hombre” (de la Parra 1996:43). Esta verdadera “crisis de masculinidad” asociada a transformaciones sociales de largo alcance ha dado lugar a investigaciones empíricas de importancia y significación crecientes. Para Viveros y Cañón (1997), por ejemplo, “...los nuevos patrones de inserción laboral de las mujeres con sus múltiples efectos sobre las formas de organización de la vida cotidiana” suponen cierta pérdida de autoridad masculina representada en la disminución de los roles de los hombres en tanto proveedores económicos. En el trabajo de Mara Viveros citado supra (1998), se percibía cierto distanciamiento relativo del antiguo modelo hegemónico “mujeriego toma-trago y peleador”, ligado a la penetración gradual del discurso igualitarista que cuestiona las relaciones jerárquicas de género, penetración enmarcada en los cambios socioeconómicos recientes en la sociedad colombiana. Isabel Hernández asocia la emergencia de las “nuevas masculinidades” en tanto fenómeno de clase media urbana de ciertos países latinoamericanos en que “...los hombres comienzan a reflexionar sobre la mejor forma de acompañar el movimiento reivindicativo de las mujeres” (Hernández 1998:2). Anotemos, por fin, una osada incursión en el terreno propositivo formulada por Gerónimo de Sierra, para quien “la creciente igualdad socioeconómica y sexual con las mujeres” no debe ser vivida con temor por los varones, que deberán recorrer “...un camino de convergencia ‘androgenizante’” que posibilite “la igualdad/horizontalidad en el plano de la amistad, del amor/admiración y del juego erótico” (de Sierra 1996:18).
Comentario final
Nuestra cultura ha sido relevada, registrada, reflexionada por hombres, al punto que su “masculinización” se nos aparece como una dimensión no sólo inseparable sino constituyente de sus contenidos sustantivos. ¿Qué tan lejos debemos ir en una “arqueología de saberes” destinada a deconstruir esta operación? La discusión acerca de las implicancias de tal circunstancia desde un enfoque inspirado por la re-socialización de las relaciones de género, no hace más que empezar. Por otra parte, ¿es pensable una nueva identidad masculina desde una equidad de género que no pasa hoy de una expectativa, pero que insinúa una conmoción social inimaginable, una virtual refundación de la civilización humana? El desafío se encuentra aún en fase exploratoria; los propios términos en que se viene formulando el problema son todavía tentativos, confusos y aun contradictorios. Tal parece la inquietante sospecha de Bourdieu:
“¿Cómo aprehender esta aparente perennidad [de la visión androcéntrica] –que contribuye por otra parte a conferir a una construcción histórica cierto aire de esencia natural- sin exponerse a ratificarla en el acto de inscribirla en la eternidad de una naturaleza?” (Bourdieu 1998:90)
Referencias bibliográficas
Aguirre, Rosario (1998): Sociología y género. Las relaciones entre hombres y mujeres bajo sospecha, Universidad de la República/CSIC/Doble Clic, Montevideo, Uruguay.
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Notas
1. Revista de Ciencias Sociales No. 18. FCU, Montevideo, pp. 97-109.
2. Véase la sugestiva remisión de Kimmel (1998) a Rousseau, Tocqueville, Marx, Weber y Freud en la construcción de la “emergent definition of masculinity”.
3. Me responsabilizo por la traducción de esta y demás citas del original en francés, que transcribo directamente en español. Las citas en inglés son incluidas en el texto, y agrego mi traducción en nota al pie de página. F.G.
4. “Mi investigación sugiere que nuestro propio sentido de diferenciación o separación de los demás, así como nuestra experiencia psicológica y cultural de la interpretación de género de la diferencia sexual, son el producto de un proceso psicológico, social y cultural así como de experiencias relacionales. Sólo podemos comprender la diferencia de género y la distinción y separación humanas, en términos relacionales y situados”. Véase también: “...Such a construction (for this is what it is) is the essencial element in the establishment of male domination” (Brittan 1997:118).
5. “La agresión tiene un significado evolutivo para las sociedades de primates, ya que posibilita que los machos dominantes transfieran sus genes a las hembras más adecuadas, asegurando por esta vía la sobrevivencia del grupo. De esta manera, lo que resulta funcional para el baboon o el chimpancé, es igualmente funcional para los machos de la especie humana, si uno reconoce la clara evidencia de una continuidad real entre el primate y el comportamiento humano...”
6. “Las mujeres son oprimidas en tanto mujeres. Los miembros de ciertos grupos étnicos y/o económicos o clasistas, tanto hombres como mujeres, son oprimidos en tanto miembros de tales agrupamientos étnicos y/o clasistas. Pero los hombres no son oprimidos en tanto hombres... ¿y no resulta llamativo que una cuestión tan simple pueda mostrarse confusa o mistificada para cualquiera de nosotros?”
7. Extraídos de Valdés y Gomáriz 1995.
François Graña es docente e investigador del Area Relaciones Sociales de Género, Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Montevideo, Uruguay. Correo-e: francois@fcs1.fcs.edu.uy
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